Ni la violencia tuvo una sola cara ni las ideologías de unos y otros se vieron reflejadas coherentemente en la realidad: dividido entre nacionalistas y liberales, el Proceso no adscribió orgánicamente al neoliberalismo, como se suele decir. La ideología de los golpes militares no fue nunca obra de los propios militares sino de intelectuales. A diferencia de los golpes de 1930,1943, 1955 y 1966 -que tuvieron como ideólogos orgánicos a los nacionalistas católicos-, el de 1976 no tuvo ideólogos notorios, la única ideología era la «doctrina de la seguridad nacional», «las fronteras ideológicas» y «la lucha contra la subversión», en el contexto histórico de la Guerra Fría. En el golpe del 76, el grupo nacionalista católico no jugó un papel preponderante. Los grandes personajes de ese movimiento estaban muertos o eran muy viejos, pero sobre todo el clima cultural del mundo era otro y ya no había lugar para esa tendencia. La iglesia católica tampoco auspiciaba ya los movimientos nacionalistas de tinte fascista. A partir del Concilio Vaticano II, aceptó la democracia y el liberalismo, antes tan demonizados como el comunismo y ahora transformados en una alternativa. Además, la iglesia argentina estaba dividida: mientras una parte de la jerarquía auspició el golpe y después apoyó la dictadura, algunos sacerdotes estaban involucrados con el peronismo de izquierda y aun con la guerrilla. Otros factores motivaron igualmente la orientación de la dictadura. La Guerra Fría entraba en su segunda fase con el auge de las guerrillas latinoamericanas lideradas por jóvenes intelectuales de clase media encandilados por el ejemplo de Cuba. Esta situación alentó, en la política exterior de los Estados Unidos, la aceptación de dictaduras militares en el continente como reaseguro contra las presuntas revoluciones de izquierda apoyadas por la Unión Soviética y Cuba. Fue así como la derecha argentina se fue desprendiendo de sus últimos vestigios fascistizantes y aun del anacrónico nacionalismo católico para adoptar un liberalismo conservador, más acorde con los nuevos tiempos. En 1976 no se disponía de intelectuales comparables a Leopoldo Lugones, Carlos Ibarguren, Ernesto Palacio o Julio Irazusta -que elaboraron las doctrinas justificadoras en las anteriores dictaduras-, y los militares por sí mismos se mostraron incapaces de concebir una sola idea. Carente de esa elite de ideólogos, el Proceso sólo contó con nombres de segunda línea hoy completamente olvidados, como Jaime Perriaux, uno de los pocos que intentó dar cierto contenido ideológico al Proceso. El filósofo a mano era Ortega y Gasset, de quien se olvidaba la faz agnóstica y se rescataba, en cambio, su desprecio por la democracia de masas. Asimismo, Perriaux acompañaba al discípulo de Ortega, Julián Marías, en sus conferencias por el país, y consiguió que el propio Videla asistiera como oyente. Videla era un católico integrista y en eso no se diferenciaba de los anteriores dictadores, Uriburu, Ramírez, el efímero Lonardi y Onganía. Pero, a diferencia de todos estos, no fue nacionalista ni alentó el corporativismo, esa utopía reaccionaria de todos los golpes. Videla permaneció fiel al programa económico de su ministro José Alfredo Martínez de Hoz. Un liberalismo estatista ¿Podría considerarse entonces que el neoliberalismo era esa ideología perdida del Proceso? Los nacionalistas populistas impusieron la teoría de que el golpe tuvo como objetivo principal dar ese giro económico. Pero esa afirmación no es convincente: Martínez de Hoz contaba con el apoyo de Videla, pero era resistido por buena parte de las Fuerzas Armadas -en especial, por los sectores vinculados a Fabricaciones Militares, que eran partidarios del nacionalismo económico-. También la Marina, tradicionalmente liberal, estaba encabezada por el contraalmirante Eduardo Massera, notorio opositor de Martínez de Hoz. Cualquiera fueran las intenciones del ministro de Economía, en su período siguieron inmutables el proteccionismo y el subsidio a ciertas empresas y, lejos de las privatizaciones prometidas, abundaron las nacionalizaciones: las de la Italo y Austral fueron emblemáticas. El crecimiento del gasto público, del endeudamiento externo, de la inflación, eran rasgos que ese oxímoron económico de liberalismo estatista compartía con el populismo al que se había propuesto destruir. La dictadura no fue, por lo tanto -como sostienen, aunque con distinto signo, tanto sus detractores como sus admiradores-, un corte radical en la historia argentina. La dictadura institucionalizada por las tres armas conjuntas la instauró Onganía; el terrorismo de Estado no comenzó en 1976 sino en 1973 con los gobiernos civiles de Cámpora y luego de Isabel Perón y López Rega, ya que en la organización terrorista de la Triple A intervenían miembros del Ministerio de Bienestar Social y de sindicatos, junto a parapoliciales y paramilitares. En cuanto a la economía, el cambio drástico se hizo con el legendario rodrigazo, en 1975, la más brutal baja del salario real antes de la devaluación de 2002. ”Nueva izquierda” Por su parte, la izquierda entraba en los años setenta en una profunda crisis de la que todavía no ha salido. Después de la gran efervescencia que vivió en las dos décadas anteriores debida a la declinación del estalinismo, el reverdecer del trotskismo y el surgimiento del maoísmo, el guevarismo y la llamada «nueva izquierda», estas alternativas mostraron rápidamente su agotamiento. La izquierda argentina, en particular, cometió graves errores: el «entrismo» en el peronismo y la justificación de los movimientos guerrilleros. Sucedió luego un bandazo a la derecha con el apoyo táctico, en el caso de los maoístas al gobierno de Isabel y López Rega, y en el del Partido Comunista, propiciando antes del golpe y durante la dictadura la formación de un gobierno «cívico-militar» y defendiendo a Videla como «militar democrático». Los dirigentes comunistas Fernando Nadra y Athos Favba, junto con Simón Lázara del Partido Socialista, intervinieron en foros internacionales explicando las diferencias entre los militares argentinos democráticos y Pinochet. Estas relaciones particulares entre la izquierda y la dictadura llegaron a su clímax durante la Guerra de las Malvinas, proclamada como «antiimperialista» por todos los partidos de izquierda. Durante toda la década, las izquierdas compartieron con la derecha el desprecio por la democracia, las libertades individuales, el pluralismo y la tolerancia hacia el adversario. Su reticencia a hacer autocrítica, salvo excepciones individuales, a lo que se sumó la despolitización de la juventud, impediría luego jugar un papel importante en el nuevo período democrático donde fue sustituida por un vago y confuso progresismo. La sociedad civil aletargada Pero, más allá de las minorías ideologizadas y politizadas, a izquierda y derecha, durante los años más duros de la dictadura, la sociedad civil y sus instituciones representativas -partidos políticos, universidad, Iglesia, sindicatos, organizaciones económicas, medios de comunicación- permanecieron en total silencio. La clase media estaba anestesiada por la aparente «tranquilidad»: ya no se mataba en la calle, los métodos eran ahora invisibles. Además estaba el señuelo de las atractivas tasas de interés de los plazos fijos -antes de que los bancos empezaran a quebrar- y los viajes a Miami aprovechando el cambio favorable. La clase media diría luego que no se había enterado de nada de lo que pasaba o, cuando la prueba era demasiado evidente, acallaba su conciencia con el consabido «por algo será». Cuando la dictadura dio sus primeros signos de debilidad y decadencia, comenzaron a aparecer algunos documentos públicos donde se criticaba la conducción económica pero no se hacía referencia alguna al aspecto político, no se reclamaba la restauración de la democracia y se reconocía, en cambio, el papel jugado por las Fuerzas Armadas en la lucha contra la subversión. El silencio o la discreta parti
cipación de los primeros tiempos se transformó en entusiasta adhesión durante el Mundial de Fútbol y la Guerra de las Malvinas, que provocaron delirantes declaraciones de intelectuales y artistas, con raras excepciones, entre las cuales, esta vez, la de un desencantado Borges. En ese clima de temor y silencio cómplice, sería absurdo pretender que los intelectuales, los escritores y los artistas tuvieran un comportamiento distinto. El viejo mundo cultural del liberalismo democrático desaparecía de escena: Sur ya no se publicaba y Victoria Ocampo -que había bregado contra las dictaduras del siglo veinte, el fascismo, el estalinismo, el franquismo, el castrismo- optó por callar ante la dictadura militar. Alguno de los miembros del grupo Sur no tuvieron, en cambio, esa delicadeza. Los dos principales escritores argentinos, así como el presidente de la Sociedad Argentina de Escritores de entonces, hicieron declaraciones elogiosas al dictador después de asistir a uno de los almuerzos en Casa de Gobierno, con los que Videla, tan ajeno a las artes y las letras, creyó dar cierto prestigio a su régimen. Massera, más mundano que Videla, alternaba con una exitosa escritora, olvidada ya de su reciente paso por el peronismo de izquierda. Cuando intentó crear un partido propio y postularse para presidente, logró la adhesión de intelectuales y artistas de primera línea, entre estos, algunos comunistas como el pintor Antonio Berni. En su diario Convicción colaboraron igualmente prestigiosos periodistas. El Teatro Municipal San Martín osó dar obras de autores de izquierda como Clifford Oddets, y en su elenco figuraron, por primera vez, actores y directores del teatro independiente de notoria militancia de izquierda. Cuando se conocen esos detalles del cuadro, se descubre que la realidad fue mucho más compleja, menos maniquea, y que tanto la historia oficial como la historia revisada dicen sólo una parte de la verdad. Refugios para las ideas En ese mundo gris y mediocre creado por la dictadura, entre los miembros dispersos del llamado «exilio interior» surgieron algunas voces distintas a las monocordes trasmitidas por los medios censurados y autocensurados. Comenzaron a aparecer algunas revistas culturales a partir de 1978, entre ellas Punto de Vista, que a través de la crítica literaria lograba de manera indirecta recuperar algo del debate político. También se dio un movimiento intelectual semiclandestino que después se llamaría «universidad en las sombras». Eran grupos de estudio que se reunían en casas particulares donde profesores expulsados de la universidad o que nunca habían pertenecido a ella daban cursos a estudiantes hastiados de la enseñanza oficial. Esos grupos se convirtieron en verdaderos refugios para las ideas. La contracultura juvenil, siguiendo el aire de la época del primer mundo, se nucleaba alrededor del rock, muy perseguido hasta la Guerra de las Malvinas, cuando los militares -tras haber prohibido la difusión de música inglesa y norteamericana- lo legitimaron como expresión de la cultura nacional. El balance de la oposición en el mundo cultural, como en el resto de la sociedad, dejó pues mucho que desear. Pocos han hecho luego la autocrítica de su actuación en aquellos años y, con la enorme capacidad de olvido de la sociedad argentina, pocos se acordaron de reclamarla. Algunos de los que habían sido demasiado condescendientes con el Proceso participaron luego en los gobiernos democráticos; alguien hasta integró la Conadep. Con la furia de los conversos, se contaron entre los mayores denunciadores del pasado. La tímida y oscilante oposición a la dictadura -que cayó, no por la resistencia de la ciudadanía, sino por la derrota en la Guerra de las Malvinas- ha dejado lamentablemente su secuela en la baja calidad de las clases políticas y las débiles instituciones de la actual democracia. Por Juan José Sebreli S.A. La Nación, todos los derechos reservados