Treinta años no es nada. O treinta años es todo. Depende de la óptica que elijamos para medir la historia. Treinta años es, por ejemplo, el tiempo que transcurrió entre el ascenso de Hipólito Yrigoyen a la presidencia de la República, en 1916, y la llegada de Juan Domingo Perón a esa misma función institucional, en 1946. Treinta años es el tiempo que transcurrió entre la muerte de Eva Duarte de Perón, en 1952, y la ocupación de las islas Malvinas por decisión del gobierno que presidía el general Leopoldo Galtieri, en 1982. Treinta años es el tiempo que transcurrió entre la llegada del general Agustín P. Justo a la presidencia de la Argentina, en 1932, y el derrocamiento de Arturo Frondizi, en 1962.
Hemos elegido arbitrariamente estos hechos y estos nombres para ayudarnos a nosotros mismos a obtener una idea -o, mejor dicho, una noción vivencial- de lo que significan treinta años en la vida de una nación.
Hoy se cumplen treinta años del día en que los jefes de las Fuerzas Armadas de la Nación derrocaron al gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón y establecieron un régimen de facto que se prolongó hasta 1983. Ese régimen es recordado hoy, casi exclusivamente, por las violaciones a los derechos humanos y, muy especialmente, por el secuestro y posterior asesinato de miles de personas, delitos que fueron perpetrados por agentes de la propia estructura del Estado, supuestamente como parte de una política de represión destinada a exterminar a las organizaciones terroristas que operaban en el país.
Los treinta años transcurridos desde 1976 deberían servirnos para reflexionar, en lo posible, sobre el contexto de violencia en el cual se insertó el golpe de Estado del 24 de marzo. Para eso es imprescindible recordar que la violencia estaba instalada en la Argentina bastante antes del día en que las Fueras Armadas tomaron el poder. Había violencia en la Argentina no sólo por la ola de crímenes que venían perpetrando desde la década del 60 las organizaciones del terrorismo subversivo sino también por la cuota de horror que aportaba la llamada Triple A, nacida de las entrañas del oficialismo justicialista y alentada también desde algunos focos de la estructura del Estado.
Tener en cuenta estos antecedentes no significa, por supuesto, descargar de culpas al gobierno militar por haber utilizado métodos de represión ilegales. La reflexión que intentamos desarrollar apunta, únicamente, a describir el trasfondo sobre el cual se recortaron los hechos posteriores al 24 de marzo de 1976. Y, sobre todo, a subrayar y tomar en cuenta el escasísimo valor que la vida humana tenía ya en la Argentina cuando María Estela de Martínez fue obligada a dejar el poder.
La memoria de cada uno de nosotros está llena de referentes estremecedores del proceso de violencia que envenenó a la sociedad argentina en los años 70. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, el horrendo asesinato del doctor Carlos A. Saccheri, perpetrado en presencia de sus hijos el 30 de diciembre de 1974? Del mismo modo, ¿quién ignora que ese crimen perverso fue una «represalia ideológica» por el asesinato -no menos brutal- del doctor Silvio Frondizi, a quien los criminales de turno habían sacado de su casa por la fuerza el 27 de septiembre del mismo año? Hemos elegido al azar estos dos homicidios terribles porque son altamente reveladores de la ira criminal que se había apoderado de los sectores más radicalizados de la sociedad en aquellos años de furia y fanatismo. Tanto Saccheri como Frondizi eran figuras del mundo intelectual, algo así como personajes emblemáticos de la docencia universitaria. Es difícil imaginar un nivel mayor de alienación criminal que el que asoma detrás de esos dos asesinatos «estratégicos», que pretendían involucrar en el fuego cruzado de una guerra demencial a dos representantes del pensamiento nacional. Desde luego, estos dos nombres podrían perfectamente ser sustituidos por otros y el ejemplo moral valdría igualmente como testimonio del infierno en que se había convertido la Argentina.
Con el derrocamiento de María Estela Martínez de Perón se consumó el quinto golpe militar del siglo XX. Los anteriores se habían producido en 1930, en 1943, en 1955 y en 1966. Cada una de esas intervenciones militares tuvo el componente de violencia que correspondía al momento o a la época en que se gestó. Los desbordes inéditos de violencia a que dio origen el golpe de Estado de 1976 hunden sus raíces, fuera de toda duda, en el clima virulento y sórdido que el fuego entrecruzado de las organizaciones extremistas habían ayudado a crear.
Pero la historia obliga también a recoger, junto a las sombras, algunas tímidas luces. Frente a los crímenes perpetrados en los años 70 -y, más concretamente, a los que se cometieron desde la estructura del poder durante el gobierno de facto-, es necesario rescatar la capacidad de reacción de buena parte de la sociedad argentina, que se mostró receptiva a las denuncias formuladas por las organizaciones defensoras de los derechos humanos ante los diferentes foros mundiales. Expresión elocuente de esa percepción fue, sin duda, el juicio a los comandantes que se sustanció en 1983, cuando se restablecieron en el país las instituciones democráticas y asumió la presidencia de la República el doctor Raúl Alfonsín. Más allá de las discrepancias que se puedan mantener con los términos jurídicos en que se desarrolló el llamado proceso a las juntas, debe reconocerse que el país adoptó una actitud que no reconocía precedentes en el mundo y sentó un ejemplo importante en lo concerniente a la búsqueda de responsabilidades por los errores o abusos de un gobierno de facto. El juicio concluyó -no está de más recordarlo- con la condena a prisión perpetua de varios de los comandantes procesados.
Hoy, cuando han transcurrido treinta años, los argentinos sentimos que ha llegado la hora de empezar a transitar con paso firme por la senda de la reconciliación, ese valor esencial de las sociedades democráticas, tantas veces proclamado y tan pocas veces asumido en su auténtica significación moral. La reconciliación no incluye necesariamente el olvido. La reconciliación supone el propósito de avanzar hacia un futuro en el que la voluntad de consolidar la paz, la plena vigencia del Estado de Derecho y el respeto a la dignidad de la persona humana sea más fuerte que todo otro sentimiento y que toda otra pasión. nn nn nnnnnn",0] ); D(["ce"]); D(["ms","49b"] ); //-->
Treinta años es suficiente para que los argentinos asumamos los hechos de la década del 70 tal como fueron, sin distorsiones cómodas ni reduccionismos fáciles. Y para que nos miremos en el espejo de la historia sin resentimientos, sin rencores, con la convicción de que más allá de las fantasías desbordadas y de los extremismos autodestructivos, hay una Argentina posible que espera ser descubierta. En esa Argentina aspiramos a vivir.
Por Bartolomé de Vedia
De la Redacción de LA NACION